La danza conchera es una danza ceremonial, solar, de círculo,
a ritmo del tambor que late en el centro.
Los danzantes giran alrededor,
con los instrumentos de cuerda diseñando la melodía.
Los pies se mueven con gracia y rapidez, saltando, marcando,
acariciando el suelo.
El cuerpo erguido para sostener el movimiento,
la cabeza alta mirando lejos,
transportados a lo profundo de sí mismos.
Los trajes vistosos, reflejando la luz del Sol,
las plumas largas, de colores,
rasgando el aire con la suavidad del vuelo del Alma...
La danza ceremonial permite manifestar de manera espléndida
nuestra naturaleza humana y divina.
La fusión, la armonía, la unidad, el éxtasis,
aparecen naturalmente de la entrega completa que nos permite.
El toque del tambor activa por resonancia el centro vital transpersonal.
El cuerpo receptivo fluye con la emanación telúrica de la Tierra,
conectando con el instinto, la vitalidad y la fuerza.
La actitud de la ofrenda,
que mantiene abierto el corazón ante la Fuente Creadora,
atraviesa nuestras resistencias mentales
y emerge la memoria ancestral,
la información guardada en nuestro cuerpo
e inaccesible para la mente cotidiana.
El movimiento con pautas establecidas
es como una oración que recitamos,
con entrega y reconocimiento a lo Absoluto.
En la repetición podemos abandonar la mente
manteniéndola sujeta al cuerpo, al suelo, al mundo de las formas,
y desde otro espacio de percepción más amplia,
podemos captar la Esencia
que nos une Al Espíritu de Todas las Cosas.
El lenguaje corporal de esta danza prehispánica
es un código que desciframos recorriendo sus frases.
Nos habla del espejo humeante de las formas, Tezcatlipoca,
del Sol que brilla adentro y afuera, Tonatiuh,
de la Tierra que despertamos con los pies, Tonantzin,
del viento que sacude los pensamientos, Ehecatl…
El sentimiento que aflora
fácilmente se sincroniza con la belleza y la armonía de la Existencia,
a través del ritmo y la música.
El pensamiento se silencia ante la sorpresa del presente intenso
y las comprensiones se suceden en la mente despierta.
Brota espontáneamente en el corazón,
la llama del amor incondicional de la mística natural.
El alma se expande tranquila
cuando el ser individual se rinde a la grandeza de la Creación
con alegría y conciencia.
El Espíritu se recrea a sí mismo con la plenitud humana.
La felicidad fluye por las venas y es una felicidad completa
porque es compartida a través del círculo con nuestros iguales,
y a través del centro con nuestra más íntima y sublime aspiración.