Maestra de humildad,
zapadora de puentes oceánicos,
arquitecta del Nuevo Día,
vuela lejos,
alienta las brasas escondidas,
masca ya copal que no crepita.
Para completar los datos biográficos de Nanita incluímos aquí los emocionados testimonios de tres personas que compartieron vivencias junto a esta mujer ejemplar. Son páginas de recuerdo, escritas con el corazón en el momento de su muerte, en abril de 1994.
"¿Quién me echó este burro encima?" (por Trini Gil)
¿Cuando comencé en esta aventura? Al mirar hacia atrás me parece increíble... ¡Apenas dos años y se ha recorrido tanto en tan poco tiempo!. Y sin embargo... apenas recién iniciados. Hacía un año que mi ánimo se sentía inquieto y barruntaba que un nuevo cambio se abría paso dentro de mí. Tenía... miedo. ¿Hacia dónde me llevaría este sendero que confusamente vislumbraba en el horizonte del inquieto futuro?... Abril de 1992.
Me convocan a una reunión en la que se trata el tema de la llegada a finales de mes de un grupo de mexicanos a los que hay que alojar. Yo escucho desde una posición indiferente, ajena, desde fuera. Con ciertas reservas, y no más por cortesía, ofrezco, en el caso de que fuera absolutamente necesario, una cama. Había allí mucha gente más implicada que yo y esperaba que mi ofrecimiento no tuviera que utilizarse.
El día 20, en la casa de Federico del sevillano barrio de la Macarena se recibe a la Generala Guadalupe Jiménez Sanabria al frente de su Mesa de Insignias Aztecas y al Jefe Ernesto Ortiz de la Mesa del Santo Niño de Atocha con sus guerreros "Concheros". Cuando llegué ya estaban reunidos, dando "palabra", y los sevillanos que les habían recogido en el aeropuerto escuchando en un silencio reverente. En el momento de organizar cómo distribuirse, faltaban tres lugares y me oí a mi misma, asombrada, ofrecer mi casa para ello, desde un impulso de mi corazón más allá de la voluntad. Algo en mí se había prendado del "intento" y la energía que aquella pequeña anciana joven mujer, y aquel anciano de edad indescriptible y bondadoso semblante traían revestidos con ancestrales y desconocidas formas, para mi tradición.
De repente Sevilla, mi entrañable Sevilla impregnada aún de aromas de azahar, incienso y velas de la Semana Santa apenas transcurrida, y su barrio más cofradiero, se inundaron de gentes de otras razas. La Nanita y el Jefe Ernesto comandaban aquel extraño ejército de aéreas plumas que se alzaban hacia el Padre Creador. Sonaban cascabeles en armonía con instrumentos de cuerda, acariciando a nuestra Madre Tierra a través de una danza que avanzaba por las estrechas y arabescas calles de la ciudad, ora como flecha, ora como sierpe oscilante de sabiduría.
Así, por la calle San Luis se encaminaron hacia la Basílica de Nuestra Señora Esperanza de la Macarena. El barrio se arremolinó alrededor de este acontecimiento de forma espontánea y popular. El cortejo llegó a la iglesia entre cantos de alabanzas y se encaminó hasta el altar mayor. Al concluir sus cantos fueron recibidos por el entonces Hermano Mayor de la Hermandad. Nuevas alabanzas resonaron mientras salían de espaldas y, a continuación, cuatro horas de danza en el atrio de la Basílica.
De regreso, las gentes de allá, que por primera vez eran testigos espontáneos de este acontecimiento, se arremolinaban alrededor de las columnas, ofreciendo casa, comida, una cerveza... y brindando una inesperada hospitalidad. Tuve la inmensa suerte de estar cerca de ella cuando una anciana mujer y su hija se acercaron y arrodilladas ante Nanita le pidieron agua del vaso que portaba una malinche.
La Jefa accedió e hizo un comentario: " Han nacido muchos indios en estas tierras"... Luego, el evento histórico de San Jerónimo. En la Plaza de España fui, por primera vez, invitada a danzar con ellos.
Me quedé perpleja. Antes de que pudiera reaccionar me habían prestado un vestido, una banda y una sonaja. Como no tenía sandalias de cuero como las que ellos portaban, dancé descalza. Al terminar, mis pies sangraban pero apenas sentí dolor; mi corazón rebosaba alegría, apertura ilimitada.
Más tarde, paseando por la Expo, a las 5 ó 6 de la madrugada, Jesús me explicaba: "Ya pagaste el precio de sangre por ser conchera, ya estás dentro...". No entendí sus palabras. Entonces carecían de significado para mí... Pero ahora, al mirar atrás, estoy convencida de que fue en ese momento cuando me robaron el corazón. Al partir camino de Navarra, Karina, la malinche sahumadora que se había hospedado en mi casa por indicación de Nanita, me hacía el regalo "misterioso" del sahumador que había portado en estas primeras ceremonias. Mientras lo tomaba bromeé con ella: "¿No esperarás que lo use y terminar tiznada, verdad?".
No pude estar en Navarra con ellos, pero desde que se fueron algo incomprensible se abrió en el interior de mi alma y una semana más tarde corría ansiosa, sin poder contenerme, hasta Madrid. Los encontré danzado en la iglesia del Santo Niño de Atocha . Cuando mis ojos volvieron a encontrarse con ellos mi alma danzó de contento y se calmó mi ansiedad. Luego pasaron tres largos meses (así los sentí yo). Y más tarde, el Camino de Santiago donde dio comienzo el acelere.
Tras una semana que yo llevaba caminando, llegó el grupo de Insignias Aztecas, que se incorporó en Villafranca del Bierzo. Allí les recibimos con una danza y, a partir de aquel día, las experiencias se sucedieron ininterrumpidamente. Nanita, con sus 87 años, encabezaba las columnas a lo largo de casi cinco kilómetros y luego esperaba al Grupo en su llegada. Al cabo de unos cinco días, acampados antes de llegar a Portomarín, en tierras gallegas y bajo antiguos robles, algo imprevisto sucedió...
Era la madrugada y yo, desde que habían llegado, dormía en el lugar que destinaban al grupo mexica, junto al que me invitaron a estar. Aquella noche unos gemidos me despertaron. Nanita gritaba. Desperté a Carlos Jiménez, que era quien se encontraba más cerca. Al momento todo el campamento se convirtió en un hervidero de ires y venires, ayudando a la Jefa. Fui a avisar a Suiky y a Miyo, y éste decidió que la Jefa había de ser llevada al médico. Pero para entonces ésta, ya más repuesta, se negó.
Casi de forma forzada aceptó que la lleváramos, ese día al menos, a una cama en un hotel. Tan sólo preguntó a Miyo si yo podría acompañarla y cuidarla, junto con la comadre Teresa. Ahí empezó mi especial vínculo con la Jefa. Cuando la subimos al hotel entre Enrique y yo, creí que se nos moría allí mismo.
Para mi asombro, después de dormir seis horas se despertó contando chistosas anécdotas y apresurándonos a todos para que la ayudáramos a vestirse y recibir a las columnas que salían de camino. Allí nos contó a la comadre Teresa y a mí que la noche anterior había luchado con las " ánimas negras" que se negaban a dejarla continuar la peregrinación a Santiago y que, cuando fueron a dañar a las "niñas", ella las defendió y la patearon, por eso tenía la boca reventada. Yo no la entendía mucho y le escuchaba perpleja.
Ahí fue la primera vez que me dijo: "Tú te vienes a México ¿verdad?". "No sé, contesté. Primero quiero ir a Bolivia con Chamalú". Ella a su vez apostilló: "Bueno, bueno, ya veremos..." A lo largo del Camino pasamos muchas horas juntas, y también reímos mucho porque relataba las cosas con verdadera gracia. Una noche cuando se acostó, como decía tener frío, me fui a buscar una "cobija" más gordita, y alguien me dio para ella una manta de piel con mucho pelo, largo, blanco y sedoso.
A la mañana siguiente -yo dormía cercana a ella- cuando mis ojos se encontraron con sus ojillos chispeantes y profundos, con una contenida risa en los labios me dijo sacando su manita sobre los pelos "¡Huy! ¿Quién me echó este "burro" encima?". Me admiraba profundamente esta anciana mujer capaz de reír e ilusionarse, entusiasmada como una niñita ante las sencillas maravillas de este mundo.
Días más tarde le ayudaba a subir al Altar Mayor en la Catedral de Santiago. Allí, encendiendo la emoción expectante de las quinientas personas que componían las serpenteantes columnas y que llenaban en apretadas filas toda la Catedral, nos presentaba como a sus "hijos" a todos, Mexicanos-Españoles, ante el Santo Correo de los Cuatro Vientos. Yo lloraba. Mi pecho abierto de emoción se inundaba de su fuerza, de su luz. Durante aquella noche de magia incomprensible, en el Monte del Gozo, ocho personas éramos recibidas en la Tradición Azteca, mexicana, Tradición Roja.
Ahora, apenas dos años más tarde, empiezo a comprender lo que significó aquel madrinazgo por parte de Nanita, que tan alegre e inconscientemente acepté, ignorándolo todo, simplemente siguiendo un impulso del corazón. Regresé al lado de la Jefa y ella volvió a preguntarme: "¿Vas para México, verdad?" "No Jefa, respondí, primero quiero ir a Bolivia con Chamalú; quizás después". Veinte días más tarde volaba en dirección a México. Incomprensiblemente toda la historia de Bolivia se había ido al traste.
Desde el primer día, como llegué sola, dormí en el cuarto de Nanita. ¡Qué impacto! Todo era un continuo aprendizaje. Me costó, ¡vaya si me costó!, mantener un poco de calma en mi mente y evitar volverme loca. En ese primer viaje llevé un Diario. ¡Qué chistoso me resulta ahora cuando releo sus páginas! Nanita dormía con una luz encendida y la radio sonando. Se retiraba a su estancia pronto, gustaba de ponerse a bordar con la luz de una bombilla de 60 watios y con aquellos ojillos increíbles ensartaba la aguja y las figuras del bordado se sucedían con una velocidad pasmosa.
Cuando supo que yo no acostumbraba a dormir con luz, la envolvió y la oscureció. Apagaba también la radio y platicábamos mucho. Me contó muchas, muchas cosas allá en lo privado, de mujer a mujer, de madre a hija. Me enseñó fotos, comunicaciones íntimas que guardo en mi corazón. No se las oí después contar a nadie más. Estimo que las compartió conmigo en confianza. En el cofre de mi corazón las he de guardar.
La imagen que conservo de ella es de humana y magnífica a la vez. Mujer atemporal, activa e inquieta , indudablemente no respondió nunca al prototipo medio de la mujer mexicana. Rompiéndolo, lo ensalzó y agrandó, enriqueciéndolo con su luz, con su fuerza y poder.
También fui testigo y presa de ese poder. Autoridad que se me antojó a veces dogmática y despótica. Perdóname mi querida madrina, mi querida Nanita, por mi estupidez, por mi falta de mansedumbre. Ignoraba que te quedara tan poco tiempo en lo físico.
Ahora, que ya es tarde, comprendo tu prisa y tu insistencia en enseñarme. Yo no entendí, tampoco pude: mis propias estructuras mentales me lo impedían. Pero yo sé que ahora me sabrás comprender. Eran demasiadas cosas nuevas y distintas para asimilar en tan poco tiempo. Quisiste enseñarme a curar en respuesta a la indicación recibida del Jefe Toribio, de que me tocaba ser mensajera. Me costó. Es tan difícil armonizar las consignas de la Tradición con mis propias estructuras internas... Alcanzar un precario equilibrio me costaba seis u ocho meses de asimilación.
Pero te estoy infinitamente agradecida. A pesar de los escollos he crecido en tolerancia, paciencia, comprensión, silencio. Gracia Jefa, madrina. ¿Cómo podría faltar a tu último homenaje en esta tierra de tradición?. Sé que me instabas a ser fuerte, a controlar mis nervios, mis lágrimas.
Te pido de nuevo perdón. No pude estar a la altura que tú me pedías, me dolió perder tus ojitos chispeantes más de lo que nunca imaginé. Allá en México, tus dos nanos, Xochiquetzal y yo, llorábamos por ti, por nosotros, por amor.
Ahora también resbalan lágrimas mientras escribo estas torpes notas que nunca describirán adecuadamente el caudal de sentimientos, influencias, sonrisas, anécdotas, enfados y cariños que nos unió en un intenso lazo de "Unión, Conquista, y Conformidad". Me uno a la voz de tu último nano, el querido, tu querido y abnegado Suiky, en esa bellísima alabanza que, emergida desde su corazón, te dedicó.
La cantamos allá, mientras se levantaba tu sombrita. Este canto hizo llorar a todos los Jefes grandes de Tradición que se encontraban en el homenaje a tu labor, a tu proeza de mujer valiente y magnífica: El cielo te abrió su seno la Tierra se ha iluminado serás nuestra Generala Lupe Jiménez Sanabria.
Nanita, mi abuela, mi madrina, mi Jefa (por José L. Rodero)
El 25 de marzo de 1994 en México, Distrito Federal, aproximadamente a las 10:15 de la mañana, expiró Guadalupe Jiménez Sanabria, nuestra Nanita, nuestra madre y guía espiritual, nuestra abuela, nuestra Jefa. Nanita nació el 19 de septiembre de 1904 en México, Distrito Federal y desde niña vivió en un ambiente religioso y sagrado, la vida del danzante conchero, la Tradición Roja , la Tradición Mexica.
Su padre, Toribio Jiménez Olivares, fundador del grupo Insignias Aztecas en 1920 y cuyo estandarte levantó en 1922, fue su consejero y guía, fue su amigo y maestro, fue su espíritu protector hasta su muerte. Nanita: "Ya tenía yo quince años, acompañaba a mi papá a las obligaciones. Hasta después que mi papá me llamó la atención e hizo que ya me lo tomara más en serio".
La primera iniciación conchera de Nanita fue en Chalma, el Viento Sur. Allá bailó su primera danza y allá fue recibida como Capitana. Nanita: "De chiquilla mis papás me llevaron a Chalma, pero hasta después, años más tarde, hice como si fuera la primera vez que iba yo a Chalma. Allí fue cuando nos recibieron los grupos, allá en Chalma.
Mi papá tenía contactos con la corporación de concheros de los hermanos Barrera y alrededor de 1935 ellos se recibieron como Jefes concheros. Por aquel entonces empezamos a hacer Obligaciones con ellos". Tras la alianza de Insignias Aztecas con la Corporación de Concheros de los hermanos Carlos y Manuel Barrera, en 1935, alianza que se mantuvo hasta 1988, el estandarte de Insignias se revoleó de nuevo en 1987.
Nanita: "Mi mamá guardó el estandarte y yo no supe dónde. En la caja donde estaba el estandarte hicieron nido las ratas y lo destrozaron todo. Tenía unas borlas doradas grandes muy bonitas". Así es que cuando en 1.987 Nanita, siguiendo un mandato espiritual de su padre, revoleó de nuevo su estandarte hubo de hacerse una réplica del original de 1.922 que ya no existía. Ese es el estandarte de Insignias Aztecas que actualmente se conoce.
Nanita: "Siempre me gustó mucho bailar. Y no sólo danzas sagradas, también el danzón y todos los bailes. Mi mamá no me daba permiso pero mi papá siempre confiaba en mí y me ayudaba. Yo hacía que salía al mandado y mi papá me esperaba una cuadra más allá de mi casa y me dejaba la bolsa con los zapatos y el vestido que yo había preparado. Mi papá siempre me dio mi lugar.
En la casa de mis papás teníamos un oratorio chiquito y hasta un pequeño hospital que llegó a tener siete camas. Allí se recogía a enfermos y desamparados hasta que se recuperaban. Muchas veces, ya que se habían compuesto, mi papá les buscaba trabajos para que pudieran ganarse sus centavos". Y Nanita sigue hablando del estandarte; alrededor de su estandarte se han librado todas sus batallas. Una de las últimas fue la de acudir a España a levantar el estandarte de la Mesa del Señor Santiago de Hispania.
Para poder llegar hubo de recuperarse de una grave enfermedad que hizo temer por su vida a todos los que la rodeaban. Milagrosamente alcanzó a tener fuerzas para llegar a España, asistir al viento del Sur-Virgen del Rocío en Sevilla, levantar en Azcona (Navarra) el estandarte que ella había confeccionado, presidir el Consejo de Visiones en Segovia y darnos a todos los que la rodeábamos su bendición, su fuerza y su luz. Nanita: "Cuando mi papá levantó el estandarte de Insignias Aztecas yo apenas comenzaba y pocos años más tarde nos unimos con Carlos y Manuel Barrera, también con Ceferino Olmos y Vicente Márquez.
Luego se unió otro Capitán Carmelo, conchero del sur, y seguimos trabajando y trabajando durante más de 50 años". Y Nanita sigue nombrando a grandes Generales y Capitanes que han sido Conquistadores de los Cuatro Vientos y a quienes actualmente se invoca en las Obligaciones como Ánimas Liberadas.
A Nanita también la invocaremos como un ser de luz cercano y familiar en todas nuestras ceremonias y Obligaciones. Nanita: "También Juana Vidal, Manuel Piñeda, Manuel Luna, el papá de Felipe Aranda y otros más fueron padrinos del estandarte de Insignias Aztecas que levantó mi papá en Chalma.
Mi papá, con otros Capitanes, me dieron el nombramiento de Capitana. De años ni me preguntes, que no sé, pero alrededor de 1930, antes de que hiciéramos la alianza e integración con la Corporación de Concheros de los Hermanos Barrera". Estas conversaciones con Nanita se desarrollaron en el mes de marzo de 1994, pocos días antes de su muerte, entre pajaritos que cantaban en sus jaulas, sus nietos jugando, riendo, llorando alrededor, muchas visitas que se interesaban por su salud, señoras que lavan y tienden su ropa.
Ella estaba débil y cansada. No podía caminar, ni casi comía desde varios meses atrás. Amorosamente estaba terminando de bordar el traje de danza que pocos días más tarde concluiría. Pese a los muchos dolores, casi no se quejaba y aprovechaba las ocasiones para bromear y sonreír. Su mirada ya no era de este mundo, estaba más allá.
Afortunadamente estaba con ella Javier García "Suikara". "No sé yo qué sería de mí sin Suky". (Ella le llamaba Suky). Javier ha sido sus manos y sus pies, sus ojos, su atención día y noche, su consuelo, su sanador, su compañero de fatigas y dolores, su refugio, el que la alimentaba y daba masajes. La sacaba de paseo para que diera unos pasitos, la llevaba al teatro (le encantaba la revista, la música y el baile, los chistes verdes que allí se llaman rojos).
Constantemente le insistía en que tomara el jugo, la medicina, la fruta y la sopita que apenas si probaba. Era magnífico ver la entrega y el amor de Suki, su paciencia, su concentración e interiorización aplicando sus manos, la hidroterapia, la talasoterapia.
Actuaba sin privarle de una sonrisa y siempre con respeto, todo con su consentimiento, nunca forzando, nunca imponiendo. ¡Dios bendiga a Suky! Su última danza fue ante la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe, en esa puerta dimensional, en ese pórtico de la Gloria, en presencia de ese ser angélico que acompaña a la imagen de Nuestra Señora.
Esa misma presencia luminosa, algunos la llaman de novena dimensión, se puede apreciar también en la Catedral de Santiago de Compostela, allá donde Nanita llegó el 25 de julio de 1992, humildemente , después de peregrinar a pie muchos días y, cansada y enferma, sahumó el altar del Santo Apóstol y dijo con la voz quebrada de emoción: "Señor aquí te traigo a tus hijos, que vienen a postrarse ante tu altar".
Bailó por última vez el 12 de Diciembre de 1993. Una danza, la del Sol, Tonatiuh, hecha por una anciana que apenas podía mantenerse en pie; suave, despacito, con armonía, con amor, con humildad. Ella sabía que era su última danza. Simultáneamente, la Mesa del Señor Santiago que promovió en Hispania estaba cumpliendo con el Viento Poniente, el de la Virgen de Guadalupe, en su Monasterio extremeño, después de velar junto al altar mayor y danzar.
Nanita murió en la batalla. Hasta el último momento realizó actos públicos. Nunca dejó de celebrar su Cátedra Espiritual de los días primeros de cada mes. El primero de Marzo realizó cuatro bautizos y una primera comunión canalizando la Energía de Dios Padre.
Su última aparición pública fue en el Zócalo capitalino, frente a la Catedral, bajo una enorme bandera tricolor, una semana antes de su muerte. Se trataba de un acto organizado por la asociación Bionatura en el que habló de amor, paz, los Cuatro Vientos, la Tradición... Nanita: "La esencia de la Tradición es el amor. Es ir a rezar, a danzar, a alabar a Dios con humildad, con disciplina, en paz, con alegría, entregando tu corazón, tu sacrificio, con devoción, con respeto".
Uno de los últimos regalos que recibió fue, a mediados de Marzo, una medallita de oro dedicada por la Mesa del Señor Santiago de Hispania, con un "Nagui- Ollin" y la Cruz Gaia de los Cuatro Rumbos. Ella la portaba con orgullo, con satisfacción, y a todo el mundo se la mostraba y les decía que se la habían traído de España.
Todavía Nanita nos dio su última lección, su último ejemplo, enfrentando la muerte con valentía, con aceptación, con calma, con paciencia. Tuvo tiempo de despedirse de su oratorio, y dar la bendición a sus seres queridos que la rodeaban. Hasta obedeció en sus últimos minutos los deseos de sus hijos de que fuera a una clínica a hacerse unos análisis y una ecografía, cuando sabía perfectamente que era inútil, que era tarde.
Murió dulcemente, tomando la mano de Vicky, la capitana de armonía del Grupo de Insignias Aztecas, en paz, relajadamente, aceptando la voluntad de Dios y no la nuestra.
La Nanita ganó la eternidad (por Joaquín Gutiérrez-Niño) .
Nunca supe mucho de ella (en realidad no puedo siquiera recordar su nombre de pila), pero era evidente que se trataba de un ser excepcional. Silenciosa, abstraída. Imponía respeto y no solamente por su edad. De su encorvada figura emanaba una fuerza inexplicable, una energía vital que establecía jerarquías pero inspiraba confianza. Era como si se tratara de un sumo sacerdote. La conocí en octubre de 1992, justo durante la conmemoración del Quinto Centenario del llamado "encuentro de dos mundos".
La llamaban de una forma sencilla, respetuosa y cariñosa a la vez. La decían simplemente Nanita. Era la Jefa de la Tradición mexica. Por eso, por medio de amigos en común, la invité a participar en un programa de radio que pasaba a medianoche.
Sería el eje de un ciclo de emisiones que, a lo largo del mes, reuniría tópicos diversos del mestizaje. Llegó con suficiente anticipación para conversar en torno a sus funciones como máxima dirigente de los grupos que heredaron sangre azteca y la responsabilidad de mantener vivas las costumbres de nuestros antepasados prehispánicos. Ignoro los trámites que debió efectuar, las gentes (o entes) que debió consultar, pero lo que sí sé es que no fue fácil conseguir su presencia para que revelara algunas de sus costumbres y los propósitos que las animan.
Hablaba de que al fin había recibido autorización para descubrir parte del secreto de sus ritos. Desde luego, existen signos que todo el mundo ha observado y que nos hablan de tradiciones milenarias: la danza, flor y canto, la herbolaria y la limpias oraciones espirituales. (Y digo esto mientras un inexplicable aroma a cempasúchil invade por vez primera la estancia).
Pero pocos, muy pocos, se habrán aproximado siquiera al misterio que entraña cada una de dichas manifestaciones culturales. La Nanita habló esa noche de la fuerza interior que desarrolla y libera la danza; habló también de lo grato que es a los ojos de la deidad que se le rinda tributo con música y baile.
Y, lo más importante, identificó lo divino con cualquiera de las concepciones que se tengan de Dios. No salgo de mi asombro de que un ser arrancado de lo común, incluso una persona iletrada como ella, pudiera albergar tanta sabiduría. Me maravillo de cómo sostuvo y explicó con sencillez y profundidad la relación entre individuo y cosmos, entre cuerpo y alma, entre mente individual e infinito.